jueves, 1 de octubre de 2009

La fiesta de los toros en el aire

En 1784 Isidoro Carnicero dio a la imprenta una extraña imagen titulada “Fiesta de toros en el aire”. Al gusto de la época, en donde lo principal de la corrida era la suerte de varas, el artista presenta dos globos aerostáticos de los que, sujetos con fuertes amarras, penden un toro y un varilarguero en una invención fabulosa e imposible contemplada desde el suelo por numeroso público.

Isidoro CarniceroII 

Pasaron los tiempos y los varilargueros fueron decayendo en su importancia. Pasaron de ser héroes a villanos, justamente a medida que se iban incorporando más seguridades en su labor, en una decadencia que empezó, justamente, cuando se comenzó a pensar en que había que proteger de las astas de los toros a los pencos, jacos o aleluyas mediante la implantación de unos absurdos faldones que hiciesen imposible la cornada. Se quiera o no, esos faldones llamados peto marcan la decadencia y final de la suerte de varas y la desaparición del picador como héroe. Desde el inicio del toreo llamado popular, es decir no caballeresco, hasta la implantación de los diversos modelos de peto que culminan en el actual, que tan bien sirvió para que el crítico del siglo pasado Joaquín Vidal acuñase el término ‘la acorazada de picar’ para referirse a los varilargueros, se han perdido, por la eliminación del riesgo físico, las señas de identidad que hicieron de la suerte de varas la favorita de los aficionados, por encima de las suertes de muleta, siendo tan sólo superada por la importancia que siempre ha tenido la estocada. Con el peto se fueron las gestas de los Míguez, Corchao, Charpa o Zahonero y aparecieron otras generaciones de picadores caracterizados ya por ser meros asalariados de un matador, de los que su figura señera sería ese Atienza, inventor de la que Cossío etiqueta a la manera antigua como ‘la suerte del Señor Atienza’, quizás como un postrer homenaje a las antiguas generaciones de picadores, y a la que la gracia popular bautizó como ‘la carioca’, en la que se produce la mayor dejación del picador al propiciar la entrega del caballo a la fuerza del toro por el sistema de taparle la salida. Como se puede observar, la decadencia del arte de picar señala el comienzo de la preeminencia del toreo a pie.

III

El diario ABC publica una información en la que se anuncia que el empresario Pedro Haces Barba Don Bull, organizador de una llamada ‘corrida incruenta’ en la ciudad de Las Vegas, Estado de Nevada, en Estados Unidos, propone realizar este novedoso tipo de corridas, en las que ‘no tocamos al toro...no hay ni una sola gota de sangre’ en Barcelona.

IV

La vuelta de tuerca que el ignorante Don Bull pretende es justamente desposeer a la corrida de toros de lo que la hace especial, que es la presencia de la muerte en el espectáculo. Por fin parece que estamos arribando a ese punto tan querido a un buen número de modernos aficionados que contemplan la corrida como una especie de ballet en el que un artista o creador (el torero) modela la belleza de una coreografía utilizando como material de su creación a un animal (el toro) el cual debe coadyuvar en éxito de la obra artística propuesta y para ello ha sido creado (por el ganadero) con un criterio que atiende sobre todo a estimular la bondad y las ganas de colaborar del animal. Este absurdo planteamiento, tan acorde con el buenismo de estos tiempos en que vivimos, ha calado hondamente en una gran parte de aficionados y de público en general. Sin embargo, no será preciso echar mano de nuestro manoseado Álvarez de Miranda para recordar que este extraño y antiquísimo rito que se verifica entre un hombre, un toro y la muerte, ese rito ancestral construido de círculos en cuya intersección se encuentra la parca, sólo cobra su auténtica dimensión simbólica con la desaparición física de uno de los dos actores principales y que esa principal característica del espectáculo es irrenunciable porque está en la propia esencia del mismo. Si acaso de lo que se tratase es de componer bonitas figuras ¿por qué no usar un carretón en vez de no usar al manoseado torito bondadoso y colaborador? Y si el pobre animal tiene esas características tan humanas, ¿por qué matarlo? Pero es que la tauromaquia no es componer bonitas figuras ni crear ‘tableaux vivants’, porque lo que aquí se ventila es vivir y morir.

V

¿No habíamos quedado en que las corridas que va administrando José Tomás en Barcelona, cual bálsamo milagroso, eran el revulsivo suficiente para frenar la decadencia de la afición a los toros en la Ciudad Condal? ¿Resulta ahora que la cuestión de los toros en Cataluña se solventaría con algo tan simple como colocar un ‘velcro’ en la espalda del toro?

VI

Desgraciadamente el fondo de la cuestión es el anacronismo que representan las corridas de toros. En 1957, Agustín de Foxá escribió, también en ABC lo siguiente: “Cuando un pueblo sobre un bistec ensangrentado coloca, en lugar de mostaza, unas banderillas de lujo, se encuentra lejísimos de lo cartesiano y de la lógica.
Como el mito de Fausto y Mefistófeles, el toreo devuelve la juventud a la ciudad envejecida de reglamentos urbanos.
El toreo está fuera de nuestro tiempo; es un drama de capa y espada en el siglo del cinemascope. Y cuando un espada brinda a una bella mujer de anhelante pecho la muerte del toro, revive un piropo de hace veinte mil años”.
En algunos Parques Nacionales de los Estados Unidos hay colocados grandes letreros que avisan a los visitantes de que no deben tratar de acercarse, tocar o alimentar a los osos que, por ser animales salvajes pueden ocasionar daños irreparables (me imagino que el afamado ‘abrazo del oso’ ) a los inconscientes. Pues bien, entre los toritos del ‘velcro’ y los osos de Yellowstone ya casi no hay distancia, porque la sociedad anestesiada por la televisión ha interiorizado que los animales, los que muerden, los que abrazan o los que cogen, son como los peluches que tienen colocados sobre la camita de los niños, simpáticos y bondadosos, y por ello los desalmados que osen maltratarles son reos de lesa humanidad. Nadie repara en que quizás haya lugares donde se sacrifiquen los miles de reses que cada día devora una gran ciudad, las decenas de miles de pollos, los millares de cerdos, porque esos lugares “de exterminio” han desaparecido, ya no existen en el imaginario, de igual forma que se ha confinado a nuestros cadáveres a pulcros tanatorios situados en las márgenes de las autopistas.

VII

La tauromaquia sin el sacrificio del dios toro coloca a la lidia en un momento equivalente al del establecimiento del peto en la suerte de varas, dando otro paso en la decadencia de la misma. Los matadores –matadores, no toreadores- de toros no deberían participar en esas deplorables iniciativas. Por el honor de la coleta.

José Ramón Márquez

Artículo publicado en el número 122 (septiembre de 2009) de la revista El Rastrillo Taurino que edita mensualmente la Peña Taurina Los Areneros de Madrid.

Foto: “Fiesta de toros en el aire”. Cobre, aguafuerte, 310 x 210 mm. Isidoro Carnicero (1784)

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