Por crisol cabe referirse a un recipiente
en el que se vierten diferentes metales que, sometidos a elevadas temperaturas,
se funden para obtener una aleación homogénea. Así, con el intitulo elegido por
Enrique Ponce para su flamante proyecto artístico, lo que se nos quería
anunciar era una singular fusión, en palabras de sus precursores “una corrida
de toros en donde se funden distintas artes, la música, la pintura y la voz
para crear una obra de arte global”. Sin embargo, hay que tener presente que
para que el crisol cumpla la finalidad que le es propia, para que con él se
consiga la creación de un metal aleado, es imprescindible que al mismo se
incorporen materiales que tengan entre sí la propiedad física de la
aleabilidad, es decir , la cualidad de enlazarse y combinar sus propiedades, lo
cual no ocurre con todos los materiales. De esta suerte, si en nuestro crisol
introducimos huevos, serrín y altramuces, por muy altas temperaturas que
empleemos, difícilmente consigamos mezcla aleada alguna.
Algo así, en opinión de quien suscribe,
es lo que ocurrió en el “crisol” ponciano, donde se buscó el entrelazamiento de
distintos elementos artísticos inverosímilmente conjugables; elementos los
cuales, si bien individualmente considerados son tributarios de la mejor de
nuestras opiniones, su confluencia en un mismo espectáculo acabaron por
conformar un producto estrambótico y en gran medida abigarrado, al menos desde
el plano musical, que será al que aquí no refiramos. Sobre este particular
diremos que la música de “Crisol” estuvo carente de cualquier
coherencia; es sumamente difícil -por no decir imposible- trazar una ligazón de
continuidad entre el O Fortuna de Carl Orff, el Pan y Toros, Conquest of Pradadise de Vengelis, el She de Aznavour,
el Panis Angelicus de Franck y el -para nosotros colofón- Gwendoline
de Pitingo. Son obras todas agradables al oído, sin duda, pero su conjugación
acabó por generar una mezcolanza que rompía con cualquier uniformidad en el
espectáculo.
Al margen queda la falta de originalidad
de las piezas propuestas. El desiderátum principal de este espectáculo era la
búsqueda de la singularidad, en palabras de su principal artífice, el diestro
chivano, “conseguir algo que no se vea todos los días”. Este pretendido
esnobismo, desde luego, es difícilmente predicable del repertorio musical
escogido al efecto y que fue vulgar de toda vulgaridad. Vulgar entendido como
“aquello que es de lo que más abunda, que no tiene ningún rasgo o característica original o especial”. En la selección de temas musicales escogidos para
adornar este proyecto se recurrió a lo más manido de la música instrumental
contemporánea, bandas sonoras y obras clásicas absolutamente trilladas, de las que aparecen los anuncios de
perfumes en la TV y amenizan las graduaciones escolares de nuestros infantes.
Un espectáculo que utiliza como apertura el O Fortuna y sigue con Conquest
of Paradise claudica en el intento de dotarse de cualquier ápice de
distinción o enriquecimiento cultural. Además tengo mis profundas reservas a la
hora de alabar la utilización de BSO en una corrida de toros -así como en
cualquier otro espectáculo o acontecimiento del que quepa esperar un mínimo
grado de solemnidad- Y es que es inevitable que estas obras musicales nos
traigan reminiscencias escenográficas de la película para le que fueron creadas
y, al menos para mí, al escuchar el tema de “La Misión” de Ennio
Morricone, fue imposible no sustraerme de la lidia e imaginarme al Padre
Gabriel, personificado en Jeremy Irons, como oboe solista de la Banda de
Gibraljaire, tocando rodeado de niñitos guaraníes que correteaban alegremente
en taparrabos por La Malagueta.
Dicho lo anterior, para quien suscribe,
el grado paroxístico de este desacierto
musical llegó con la interpretación de “Gwendoline” a cargo de Antonio
Manuel Alvarez Vélez, remoquete Pitingo. Sin valorar la bondades de la versión
aflamencada de la otrora eurovisiva canción de Julio Iglesias, entendemos que
la misma no es propia de un festejo taurino; no al menos si no se quiere renunciar a dotar a éste de
un mínimo de ritualidad y congruencia. Se trata de una pieza cuya temática se
aleja sobremanera del acervo taurino y aceptarla como acompañamiento idóneo para
la lidia es enarbolar el “todo vale” dentro de la fiesta en pos de la tan
pretendida “renovación”. Si cabe el “Gwendoline”
en La Fiesta, por qué no abrirle un hueco al “Despacito”; ¿es que acaso
no es idílica la escena de Morante de la Puebla parando el tiempo al natural
con los sones de Maestro Tejera interpretando el éxito estival de Luis
Fonsi?. Entendemos que si lo que se
pretendía era la inclusión del cante flamenco en la corrida -opción, por lo
demás, en nada novedosa- se podía haber acudido a la nutrida producción
artística surgida de la simbiosis entre el flamenco y la tauromaquia ¿o es que
acaso no era reemplazable “Gwendoline”
por -verbigracia- “El Maletilla y la Luna” o el “Romance de Valentía”?.
No vamos aquí a comulgar con la más
rancia ortodoxia taurofílica que anatemiza cualquier innovación formal que se
proponga en el seno de nuestra Fiesta Nacional, pero al menos sí entendemos que
estas propuestas deben enmarcarse dentro de unos limites, que no todo vale, que
la fiesta está dotada de una serie de aspectos litúrgicos, adicionales a la
lidia, y que son irrenunciables si queremos distinguir este noble espectáculo
del sacrificio arbitrario de un animal. Es por eso que -no sé si para muchos,
para pocos, o para mi solo- el
Gwendoline de Pitingo sonó a un lúgubre gorigori por la solemnidad de la fiesta
que el 17 de agosto finaba en La Malagueta.
Francisco Vigo
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