Foto: Las Ventas
Si en el toreo hubiera justicia parda, la terna habría llegado al hotel sin orejas, y los toros hubieran salido por la puerta grande hacia la calle Alcalá a hombros de su criador, Juan Pedro Domecq, recientemente fallecido. Pero como el toreo lo inventaron los hombres, los toreros quedaron con su anatomía intacta y los animales colgarán ya sus carnes de algún pincho carnicero. Pero, con toda seguridad, y a pesar de tan mala postura, disfrutarán del limbo bendito en el que pastan los toros buenos.
Este fue el merecido homenaje de los toros a su ganadero: bien presentados, a excepción de un par de ellos, cumplidores en los caballos, a los que empujaron con fuerza; largos y codiciosos en banderillas, y con recorrido, nobleza y fijeza en el tercio final. Solo desentonó de verdad el primero, precioso de lámina y bien armado, que se comportó feamente como un manso descastado. Nunca Juan Pedro imaginó, quizá, tan emocionante homenaje en la plaza de las Ventas.
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