Los toros -con perdón para los toros bravos- de Peñajara fueron pura escoria, rodaron sin descaro por la arena y ofrecieron un lamentabilísimo espectáculo. Pero así está la fiesta llamada eufemísticamente de toros, cuando ya no hay toros bravos, ha desaparecido la especie, y lo que se cría es un raro animal, resultado de una mutación genética que, más pronto que tarde, pondrá punto y final a una tradición ancestral de este país. Y se acabará por obra y gracia, exclusivamente, de quienes tienen la obligación de cuidarla y velar por su integridad y pureza.
Como es lógico, la gente se enfadó mucho con la autoridad y algunos se acordaron de la familia del presidente. Pero quede claro que él no es el único responsable. Debieran compartir banquillo los toreros, en primer lugar, los ganaderos y los empresarios. Hace mucho tiempo que se sabe que la cabaña brava sufre una enfermedad terminal, pero nadie quiere poner remedio. Y no lo hacen porque, desaparecido el aficionado sabio y exigente de antaño, no tienen quienes les presionen para que, sencillamente, cumplan con su obligación. Cada año vuelven los mismos toros, los más inválidos y descastados, porque ésos son los que exigen las figuritas de la modernidad; y los ganaderos los crían porque, de lo contrario, se les acaba el negocio; y los empresarios los compran porque nos les importa el público; porque saben que esta fiesta ya no es más que un acto social, y que cada vez hay más abonos en manos de empresas e instituciones que utilizan las entradas para agasajar a sus clientes. Un acto social en el que se bebe mucho, muchísimo, y se fuman unos puros enormes que deben costar, en el estanco que ha habilitado la propia plaza, una barbaridad de euros. Protestan los del tendido siete y algunos que se unen por imitación, pero a los invitados, que parecen mayoría, les trae al fresco lo que ocurra. Por eso, los taurinos -las figuras, los primeros, que no se olvide nunca- engañan y manipulan, y están acabando con este espectáculo que alguna vez fue maravilloso..."
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