lunes, 21 de agosto de 2017

¡No me gusta que en los toros me pongas Gwendoline!



Por crisol cabe referirse a un recipiente en el que se vierten diferentes metales que, sometidos a elevadas temperaturas, se funden para obtener una aleación homogénea. Así, con el intitulo elegido por Enrique Ponce para su flamante proyecto artístico, lo que se nos quería anunciar era una singular fusión, en palabras de sus precursores “una corrida de toros en donde se funden distintas artes, la música, la pintura y la voz para crear una obra de arte global”. Sin embargo, hay que tener presente que para que el crisol cumpla la finalidad que le es propia, para que con él se consiga la creación de un metal aleado, es imprescindible que al mismo se incorporen materiales que tengan entre sí la propiedad física de la aleabilidad, es decir , la cualidad de enlazarse y combinar sus propiedades, lo cual no ocurre con todos los materiales. De esta suerte, si en nuestro crisol introducimos huevos, serrín y altramuces, por muy altas temperaturas que empleemos, difícilmente consigamos mezcla aleada alguna.

Algo así, en opinión de quien suscribe, es lo que ocurrió en el “crisol” ponciano, donde se buscó el entrelazamiento de distintos elementos artísticos inverosímilmente conjugables; elementos los cuales, si bien individualmente considerados son tributarios de la mejor de nuestras opiniones, su confluencia en un mismo espectáculo acabaron por conformar un producto estrambótico y en gran medida abigarrado, al menos desde el plano musical, que será al que aquí no refiramos. Sobre este particular diremos que la música de Crisol estuvo carente de cualquier coherencia; es sumamente difícil -por no decir imposible- trazar una ligazón de continuidad entre el O Fortuna de Carl Orff, el Pan y Toros, Conquest of Pradadise de Vengelis, el She de Aznavour, el Panis Angelicus de Franck y el -para nosotros colofón- Gwendoline de Pitingo. Son obras todas agradables al oído, sin duda, pero su conjugación acabó por generar una mezcolanza que rompía con cualquier uniformidad en el espectáculo.

Al margen queda la falta de originalidad de las piezas propuestas. El desiderátum principal de este espectáculo era la búsqueda de la singularidad, en palabras de su principal artífice, el diestro chivano, “conseguir algo que no se vea todos los días”. Este pretendido esnobismo, desde luego, es difícilmente predicable del repertorio musical escogido al efecto y que fue vulgar de toda vulgaridad. Vulgar entendido como “aquello que es de lo que más abunda, que no tiene ningún rasgo o característica original o especial”. En la selección de temas musicales escogidos para adornar este proyecto se recurrió a lo más manido de la música instrumental contemporánea, bandas sonoras y obras clásicas absolutamente trilladas, de las que aparecen los anuncios de perfumes en la TV y amenizan las graduaciones escolares de nuestros infantes. Un espectáculo que utiliza como apertura el O Fortuna y sigue con Conquest of Paradise claudica en el intento de dotarse de cualquier ápice de distinción o enriquecimiento cultural. Además tengo mis profundas reservas a la hora de alabar la utilización de BSO en una corrida de toros -así como en cualquier otro espectáculo o acontecimiento del que quepa esperar un mínimo grado de solemnidad- Y es que es inevitable que estas obras musicales nos traigan reminiscencias escenográficas de la película para le que fueron creadas y, al menos para mí, al escuchar el tema de La Misión” de Ennio Morricone, fue imposible no sustraerme de la lidia e imaginarme al Padre Gabriel, personificado en Jeremy Irons, como oboe solista de la Banda de Gibraljaire, tocando rodeado de niñitos guaraníes que correteaban alegremente en taparrabos por La Malagueta.

Dicho lo anterior, para quien suscribe, el grado paroxístico de este desacierto musical llegó con la interpretación de “Gwendoline” a cargo de Antonio Manuel Alvarez Vélez, remoquete Pitingo. Sin valorar la bondades de la versión aflamencada de la otrora eurovisiva canción de Julio Iglesias, entendemos que la misma no es propia de un festejo taurino; no al menos  si no se quiere renunciar a dotar a éste de un mínimo de ritualidad y congruencia. Se trata de una pieza cuya temática se aleja sobremanera del acervo taurino y aceptarla como acompañamiento idóneo para la lidia es enarbolar el “todo vale” dentro de la fiesta en pos de la tan pretendida “renovación”. Si cabe el  “Gwendoline” en La Fiesta, por qué no abrirle un hueco al Despacito; ¿es que acaso no es idílica la escena de Morante de la Puebla parando el tiempo al natural con los sones de Maestro Tejera interpretando el éxito estival de Luis Fonsi?.  Entendemos que si lo que se pretendía era la inclusión del cante flamenco en la corrida -opción, por lo demás, en nada novedosa- se podía haber acudido a la nutrida producción artística surgida de la simbiosis entre el flamenco y la tauromaquia ¿o es que acaso no era reemplazable  “Gwendoline” por -verbigracia- “El Maletilla y la Luna” o  el Romance de Valentía?.


No vamos aquí a comulgar con la más rancia ortodoxia taurofílica que anatemiza cualquier innovación formal que se proponga en el seno de nuestra Fiesta Nacional, pero al menos sí entendemos que estas propuestas deben enmarcarse dentro de unos limites, que no todo vale, que la fiesta está dotada de una serie de aspectos litúrgicos, adicionales a la lidia, y que son irrenunciables si queremos distinguir este noble espectáculo del sacrificio arbitrario de un animal. Es por eso que -no sé si para muchos, para pocos, o para mi solo-  el Gwendoline de Pitingo sonó a un lúgubre gorigori por la solemnidad de la fiesta que el 17 de agosto finaba en La Malagueta. 

Francisco Vigo

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